ZADRUL -Eduardo Ramírez Moyano-

El lobo de la estepa trunca sus cadenas ensangrentadas, mientras aúlla en mitad de la gélida noche libertad prematura y exasperada. Ha perdido varias garras en su hazaña, pero no se puede decir que haya sido en vano. Ahora se zarandea libre y malherido entre los charcos, ya no volverá a ser esclavo ni a beber agua pútrida del fango.
La Luna está plena como de blanquísima porcelana un plato, pero llueve fuerte a intervalos y la criatura necesita resguardo.
A lo lejos ha atisbado una cueva, no es posible que hasta aquella tumba sombría lleguen las jaulas de su amo. Y si llora de dolor, tampoco es probable que se acerque hasta allí ningún humano.
Truena, relampaguea y le golpean con fuerza goterones como piedras en medio de la brutal tormenta.
Está llegando, y se dice entusiasmado:
-Por fin podré guarecerme y esperar a que sanen mis heridas…
Alberga la esperanza y el optimismo de un gran desafío cicatrizado, cuando penetra cojeando por el ignoto agujero de la rocosa y caliza piedra, boca lúgubre y siniestra del leproso montículo.
Una vez dentro, el sonido de la lluvia desaparece, se atenúa el cansancio, y el lobo lanza un rugido que vuela en forma de eco amplificándose aterrador a lo largo y ancho de una caverna que, a diferencia de lo que parecía desde afuera, asombra en espacio, tamaño y túneles, por no decir lo innombrable de sus diabólicas pinturas en las paredes. Si bien rupestres, el tema central siempre gira en torno a una visualización horrenda como mínimo.
En todas estas gigantescas estampas dantescas, que pude ver en penumbra gracias a la luz que entra de la enorme Luna llena, se plasman animales de diversas clases, entre ellos, lo que podrían ser perros y lobos también, pero el horror que le eriza el pelo es que todos se muestran ensangrentados y descuartizados junto a un cigoto de volumen impensable.
Inmerso en semejante orgía de pavor, con la mente perdiendo su cordura, se da cuenta de que la monumental roca sobre la que está apoyado late y, al tiempo, mueve todo su cuerpo… Un escalofrío le recorre la médula y se gira bruscamente. En efecto, el siniestro huevo se haya justo detrás de él.
El terror le empuja a saltar más adentro de la cueva, para evitar tocarlo.
Y, mientras piensa aturdido si aquel ovoide tiene progenitores, contempla en la sombra la estatua más horrenda y pesadillesca que ha visto en su vida.
Una especie de batracio gigantesco, con mandíbulas de cocodrilo rodeando dos cráneos verduzcos que alzan un cuerno retorcido, la panza de un sapo llena de pólipos, tentáculos y ojos como los de las víboras, sin extremidades inferiores, más que algo parecido a un caracol sin concha, pero de color rojo y babeando sangre. Naciendo de lo que podríamos denominar la espalda, varios flagelos granulados semejantes a espadas violáceas se apoyaban en el suelo húmedo.
El lobo creyó enloquecer, quiso no haber visto lo que vio y pretendió huir. Sin embargo, no podía moverse, los tentáculos le oprimían y sonidos guturales provenientes de Averno le arañaban los oídos, porque aquello, diablo, monstruo, o las dos cosas, no se trataba de una estatua.
El lobo había tocado a la cría del gran Zadrul, Señor de las cavernas y las grutas mefistotélicas, que blandiendo sus flagelos cortantes como sierras, le arrancaba la cabeza, y con sus múltiples ojos desorbitados contemplaba el poder de su ira, su venganza y a su atrevida víctima sobre una balsa de sangre esparcida.

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