¿Sabes?, esto no te lo he confiado, nena.
Un día me preguntaste cómo me había hecho esta cicatriz en mi boca,
y me besaste presurosa.
Pero hoy no voy a cantarte de esto cariño.
Ahora, en este inmenso precipicio de angustia que me rodea,
voy a susurrarte de cuánto caminaron tus padres y los míos
para llegar hasta este monte, antes verde,
que es ahora casi un vestido de novia para la ciudad…
Ahí alimenté mis pulmones con risas de amigos de infancia y hermanos.
Con ellos pude compartir el agua que recaudábamos sólo con las manos.
Descansábamos en la pirámide
y luego nos colgábamos otra vez de los troncos;
veíamos los pinos pequeños e inventábamos que estábamos ya el cielo…
Si queríamos, podíamos brincarlos como plebeyos…
Sin descubrirte aún,
ahí estaba dibujándote con la dulce melodía de tu perfume.
Desde esa lejanía se traza un triángulo geográfico.
Un manto extenso y una ciudad sagrada
serían los paréntesis de las aromáticas cáscaras de tus besos.
En esta estrella escuchaba también la bella lectura de tus ojos,
entre amigos, y más sed y alimentos.
El encuentro de dos flores:
un jazmín y una simple florecilla silvestre
unidas por el rito solar ha hecho que hoy tú seas mi casa.
No lo sabes, cariño, pero el mundo no es tan pequeño,
Quién sabe cuánto habrán caminado en verdad nuestros padres,
para que tú y yo fuéramos posibles.
Ahora nos tocamos con nuestras manos enlazadas.
No me cansaré de decirlo, nena, qué inmensa fortuna hemos tenido.
Cuánto caminaron nuestros padres para que este monte sea ahora nuestra casa.
