Desde que era un escolapio nunca me cayeron bien los de la escolta de la escuela. Se creían muy cerebritos y muy importantes. Pero las cosas cambian cuando se tiene un hijo que quiere ser de la escolta. Me encargué de darle todos los pormenores para que no lo fuera; le dije que tendría que llegar más temprano que todos sus compañeros, que tendría que llevar doble uniforme, que tendría que conservar sus buenas calificaciones, pero no me hizo caso. Fracasé en mis intentos de hacerle desistir. Un día me tocó llevarlo a clases e iban dos niños en el camión. Alguno de ellos susurró:
—Mira mamá ese niño es de la escolta. Yo también quiero. ¿Qué se necesita?— cuchicheaban entre ellos.,
Yo, por mi parte, le seguía aconsejando a mi retoño, que con el paso de los años se aprende a hacer bien el trabajo, y si uno no sabe muchas cosas puede estudiarlas según se necesita,que no es necesario ser un cerebrito de tiempo completo.
Además le conté una anécdota ocurrida en mi escuela, donde era directora una señora de los más agria e insoportable, Fausta Aranda Salgado. Un lunes como tantos, la escolta tenía que hacer su rondín y se escuchaba al corneta dando las órdenes:
—Paso redoblado, ya. Conversión a la derecha, ya. Conversión a la izquierda, mil veces…
Así y toda la cosa. Pero, de repente, ante todos los alumnos de la escuela, uno de los escoltas, Guillermo (el chico más listo para todo, el más cerebrito) se fue yendo como de lado y empezó a contorsionarse cada vez más y más. Hacía un calor a plomo y, al a llegar a la mitad del patio, cayó de bruces. Todos nos quedamos paralizados sin saber qué hacer. Hasta los profes se tardaron en ir por él. Afortunadamente solamente resultó que se había insolado. Ante la vergüenza colectiva, y para rematar, la directora trató de darnos una clase de patriotismo:
—Aprendan a su compañero, quien, a pesar de que se sentía tan mal, «ni se movía».
Nos dio mucha risa escucharla. A partir de ese día, y durante todo el año escolar, le hicimos burla al cerebrito, hacíamos los movimientos que él hizo durante su marcha, y nos repetíamos: «a pesar de que se sentía tan mal , ni se movía«.

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