Cierto día me tocó ir, como padre de familia, a la escuela de mi hijo. Debíamos revisar las mochilas de todos los pequeños para poner bajo custodia los objetos peligrosos que pudieran llevar: tijeras de punta, reglas con filo, etc., pues como se sabe la inseguridad ha ido aumentando en las escuelas. Estaba haciendo esa revisión lo más rápido posible, porque sólo teníamos para ello un margen de unos 30 minutos, y todo transcurría sin encontrar gran cosa; a lo más un bote rociador con tan escaso desinfectante que realmente no serviría para travesura alguna. Todos los encargados tratábamos de ser muy veloces, hasta que frente a mí se colocó un niño que llevaba una mochila con dibujos como de escarabajos, y vi que en el interior portaba esforzadamente un libro muy gordo. Le pregunté que si se trataba de un “tumbaburros”, ante lo cual (luego de mirarme largamente con cara de sorpresa) me replicó, que no, sino que aquello se trataba de un diccionario. Yo le expliqué entonces que antes así le decíamos a aquellos prestigiosos auxiliares didácticos; pero que tenía razón, pues, en realidad, yo nunca había visto a un libro tumbar a un burro. Reflexioné más tarde que, para que aquello sucediera, el libro tendría que ser quizá el libro más grande del mundo.
Más tarde encontré que un libro así lo fue, por ejemplo, el «Codex Gigas», un libro medieval de casi un metro de alto por 50 cm de ancho y 22 cm de espesor, de unas 624 páginas, pero de pergamino, y un peso de 75 kilogramos, mismo que, según cuentan, un monje escribió en una sola noche con la ayuda de Satanás, del cual por ahí se encuentra un dibujo. Posteriormente, y en la actualidad, seguramente existirán otros libros gigantes que incluso deban ser transportados por un tráiler.
Pero tendría que darse la coincidencia de que, a medio camino, justo cuando el libro cayera pasara por el punto exacto el desafortunado burro. Sólo así lo podría tumbar (o aplastar).
