Alrededor de las tres de la mañana, un débil sollozo de bebé me despertó de repente.
Susurré: ¡Calla, Alexa! Y, muy lentamente, el sonido se desvaneció, clavándome ya el desasosiego en mi mente, pues algo no encajaba. El sonido vino del despacho y Alexa la tengo en la buhardilla.
Maldije: ¡Dios, es que nunca puedo entrar en fase REM! Y salté del colchón.
La chimenea todavía permanecía encendida, y los adornos navideños lucían por toda la habitación.
Bajé las escaleras siguiendo la senda de leds turquesa hasta llegar al vestíbulo, donde se encontraba un artesanal y pintoresco árbol de Navidad, cuyos brillosos destellos producían un bonito efecto caleidoscópico en el ambiente.
A mano derecha, la puerta entreabierta del despacho despedía el resplandor blanco del recién comprado proyector de diapositivas.
El rocío del alba era una comunión de corazones agradecidos por estas fechas.
-Y yo que estaba durmiendo tan feliz… ¡Y ahora ese llanto! -me repetía desquiciado.
Una sombra en la cristalera dejaba ver el hombro y el brazo de alguien, probablemente observándome desde fuera de casa.
Ascendí varios escalones temblando, para que no me viera el intruso. Entonces, con el corazón saliéndoseme por la boca, me encendí un cigarrillo y di una calada profunda y meditativa.
Ya me había olvidado del bebé. Ahora lo único que torturaba a mi cerebro era que un individuo desconocido, con toda seguridad armado, se encontraba en mi jardín, mirando hacia dentro de mi casa.
Comenzó a arreciar la lluvia y yo descendí tembloroso. El sujeto ya no estaba allí, quizás por la adversidad del tiempo.
Muy lentamente, bajé las escaleras y abrí del todo la puerta del despacho; el proyector emitía continuamente relajantes imágenes tropicales del Amazonas. Pero yo recordaba perfectamente haberlo apagado antes de acostarme.
Miré por la ventana que da al jardín y no vi a nadie. Todo parecía muy extraño, como si el sujeto hubiera entrado a robar y, por alguna razón, hubiera desaparecido de repente.
La caja fuerte abierta, pero sin echar nada en falta, me confirmó tal hecho. Algo le había pasado para huir sin el dinero. Lo cual, en lugar de tranquilizarme, me puso más inquieto.
Fui a encender la luz y se fundieron las bombillas. Relampagueó y me estremecí. Tronaba y llovía con rabia. El terror se apoderó de mi cuerpo cuando en las diapositivas se empezaron a ver imágenes borrosas de fetos y embriones deformes.
Me encendí otro cigarro y cogí una botella de whisky del mueble-bar. Me froté bien los ojos y tragué alcohol a palo seco.
-¡Dios! -grité. Y miré hacia la pantalla.
Ahora se mostraban escenas de un hombre de nariz aguileña y gafas oscuras, vestimenta negra y leve cojera merodeando por el despacho. Yo estaba alucinado y aterrado.
El hombre portaba una linterna en una mano y una pistola en la otra.
Yo no podía dejar de mirar, mientras la sangre galopaba por mis venas. Y se me aceleraba el ritmo cardíaco.
Entonces, se escuchó de nuevo el sollozo del bebé… Justo detrás de mí.
Me quedé paralizado por un instante, sin moverme. El tono fue aumentando cada vez más, hasta hacerse casi insoportable.
Me giré de golpe, como un vaquero en un duelo.
Y, ¡cuál fue mi sorpresa!, el niño Jesús del Belén había cobrado vida, y se desgañitaba llorando como hacen los bebés.
Mi reacción fue llevármelo al pecho y cantarle una nana. Pronto se calmó y sonrió.
Pero yo nunca olvidaré la Nochebuena del 2022, en la que el niño Jesús, nunca sabré cómo, hizo huir a un delincuente de mi casa y a mí me proporcionó largas horas de amor y cariño.
Noche de Navidad – Eduardo Ramírez Moyano-

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