Anoche soñé que todos los dictadores se retorcían moribundos, sufriendo de dolor en sus ostentosas camas, mientras se pudrían en un mismo lamento sus bigotes y sus barbas. El hedor era nauseabundo entre sus criados y criadas, la noche lloraba y la Parca galopaba. Y el Cielo parecía escupir relámpagos de la Nada.
Era eterna tortura, con la que se vengaba de tanto cruel y sádico la madrugada, y no podían respirar cada vez que tronaba. Serpientes y ratas se colaban por entre las sábanas, para hacer del horror sus casas. Y la agonía resbalaba en forma de sudor frío por sus espaldas, que encogidas, pedían clemencia a un Dios ficticio que no les escuchaba.
-Es asunto vuestro- decía de vez en cuando la voz – Tantas muertes, tantas batallas…
Y algunos rezaban, mientras otros se quejaban. El clamor ahogado de los que habían organizado tantas guerras se veía ahora como un hilillo silente e inevitable de disculpa. Algo parecido a una especie de arrepentimiento personal muy profundo e inherente al ser humano.
-Al menos, que se nos otorgue dar una explicación – pedían hasta los más sádicos y sanguinarios – Tuve mis motivos…
Y, de nuevo, latigazos de electricidad por todos aquellos cuerpos miserables, que les hacía volver a retorcerse entre las colchas de caro terciopelo, y los almohadones carmesíes de seda se tornaban cuchillas de afeitar contra aquellos rostros sombríos acostumbrados a permanecer impasibles frente a la muerte de los demás, hasta hacerles suplicar «¡por favor!» a gritos.
Nadie en aquellas fortalezas quería saber nada de lo que estaba ocurriendo, aunque todo el mundo lo veía bien claro. Estaban pagando el precio de su desprecio por los derechos humanos en sus propias carnes.
Fuese un ser superior, extraterrestres, magia… Daba igual, lo importante era que se estaba haciendo justicia en el Mundo de una vez por todas.