Su cuerpo tumbado sobre la colcha de las sensaciones era la idílica presencia sagrada de una divinidad griega. Su larga cabellera rozaba siquiera dos sonrosadas puntas de caramelo, manjares titilando como voluptuosos pasteles bamboleaban por senos, los ojos, azules mediterráneo, apelando a un fabuloso sueño. Pero cuando a dar iba las gracias a Morfeo, desde el plano físico, púsose a hablar en un idioma extranjero y asumí entonces que no me hallaba en ningún mundo onírico. La hermosísima moza dio media vuelta, para que pudiera ver toda su silueta, por momentos asumí del Cosmos la belleza completa, y entró en erupción el volcán de las caricias, el menear de nuestras carnes desnudas sobre la moqueta era el bienestar de la Humanidad entera…
Y me enredo en su manantial cabello de rojo fuego, que dicta el tacto y el ardor de nuestras huellas de mármol, una cascada cae por su nuca mientras abre las columnas de la catedral y me muestra el cáliz… derritiéndose, ¡que ciega más que cien soles!, sonriendo verticalmente ante mis sudores, y jugamos al mejor juego que existe entre los persas almohadones.
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