El vientre de CoronaTierra era un hervidero de sierpes ciegas, de terrores mutantes imperdonables, en un circo de payasos sin cabezas, de noches perpetuas…
Cuando llegó el Invierno, la temida Parca se desplazaba en trineos tirados por Cancerberos locos a lo largo y ancho de los continentes.
Caronte no daba abasto, se acumulaban los cuerpos sin vida y había que incinerarlos. El Señor de las Tinieblas parecía haber establecido con orgullo su Reinado sobre la faz dolida de CoronaTierra.
Los niños-porcino que habían conseguido eludir las argollas con que niños-sádicos (ratas y cucarachas) les sacaban a pasear, para jactarse ante el mundo de su diabólico poder, se escondían en los viejos y sombríos túneles o alcantarillado más vetusto, a veces, se autolesionaban; debido a su enorme sensibilidad, llegaban a suicidarse, y otras veces, huían hacia los campamentos de niños-mantis, que los acogían piadosamente.
El nuevo orden mundial funcionaba a la perfección, gracias al mecánico y necesario rodar de la máquina de la gran urbe, que representaban los sufridos niños-hormiga, explotados por los niños-mosquito.
Y, de vez en cuando, un atentado en la metrópoli atribuido a los niños-escarabajo, que con la cabeza tapada, nunca se les podía identificar.
El mal no era una condición moral, sino un sistema de vida.
Foto: Internet
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