Somos de dulce y chocolate, niños que no dejan de jugar y de soñar, personas en quienes el tiempo no transcurre y deciden seguir siendo jóvenes, aquellos en los que, con cualquier pretexto, ríen a carcajadas.
Somos la esencia de un espíritu sin malicia, ganas de jugar con un perro, subir a los árboles, mojarse bajo la lluvia y rasparse las rodillas, llorar un poco y seguir corriendo. Tenemos todavía las manos llenas de tierra y las mejillas frías por la brisa matutina.
Y es que la verdad, el niño que fuimos nunca nos abandona. Somos de dulce y chocolate, como cuando jugábamos con los mayores y no sabíamos cómo, pero nos dejaban estar. Era la maravilla de saberse protegido por los grandes en los juegos mientras aprendíamos cómo hacerlo bien; siendo de dulce y chocolate aprendimos las adivinanzas, los refranes, los trabalenguas y las diversiones que luego dejamos de lado para ser adultos, pero que no se olvidan. La infancia es un tiempo que no se extingue. Es un estado etéreo en el que el aire parece más liviano y los pesares menos densos. Comenzamos a ser niños cuando tenemos uso de razón, pero, por algún motivo, creemos que es necesario dejar la magia de los primeros años para lograr ser adultos, pero nunca dejamos de ser niños.
Y lo somos cuando nos permitimos recordar la maravillosa sensación de decir el trabalenguas más difícil:
“Perra tenía una parra y Parra tenía una Guerra…”
O resolver la adivinanza más difícil:
“Adivina, adivinanza, mil soldados se fueron a la guerra y uno dijo “paz”.
Y qué decir de nuestro desconcierto cuando no entendíamos los dichos de la abuela:
“Palo dado, ni Dios lo quita”, pues, al decir de Eduardo Galeano, no estamos hechos de átomos, sino de historias.
Imagen: Burbujas de jabón. Susana Argueta.
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