Hugo era un chico regordete, no muy alto, pecoso y pelirrojo. Esa mañana como siempre Hugo se enfundó sus mallas amarillas y se puso su habitual camiseta a rayas rojas y verdes. Se peinó su flequillo como todos los días, y después de petarse los granos nuevos que le habían salido en la cara, se perfumó para salir de casa.
Nada más salir a la calle Hugo tropezó con el bordillo de la acera y se dio de bruces contra el suelo. Los macarras de la acera de enfrente al verlo no lo pudieron evitar y comenzaron a reírse a carcajada limpia. Hugo lejos de indignarse, miró de reojo a los muchachos y les sonrió.
—¿Qué pasa chicos? — les dijo Hugo todavía desde el suelo.
—¡Pringaooo!! — y los macarrillas siguieron riéndose todavía con más ganas.
En ese mismo instante una limusina se paró delante de los chicos, abrieron la puerta de la parte trasera y de su interior bajó un matón de amplias espaldas y una altura descomunal. Se dirigió hacia el grupo que todavía se estaba riendo de Hugo y agarró al que parecía el cabecilla para meterlo dentro del auto.
En cuanto lo vio Hugo no se lo pensó un momento, corrió para colocarse delante de la limusina negra y casi sin esfuerzo cogió el vehículo por el parachoques y lo alzó hasta que los ocupantes del interior no tuvieron más remedio que salir.
Hugo redujo al grupo de matones sin ningún esfuerzo, y los muchachos se quedaron boquiabiertos, les había salvado… ¡Superfrikiman!