Las dos niñas eran la alegría de Carmen y Apolinar, los dueños del Rancho «El Tepozán». La más grande, Idelfonsa, era hija de la tierra fértil y tenía los ojos de mar embravecido; la otra, Rosaura, era un sol de mañana fresca en un campo de ultramar. El amor entre las hermanas era entrañable, sin objeción alguna porque Idelfonsa no era hija de los patrones, sino una amorosa adopción. Rosaura había llegado de manera legítima tres años después, tras varios intentos infructuosos en diez años de matrimonio de los Pérez de Metepec.
Todos en la casa grande, en el pueblo y sus alrededores conocían la historia de Ildefonsa y apreciaban sinceramente el acto de Carmen y Apolinar de quedarse con la niña al morir Damiana, su madre, en el momento de traerla a la vida.
Damiana era hija de Juan, el capataz del rancho de los Pérez. Mientras éste pasaba semanas en el Tepozán cuidando de los terrenos de sus patrones, la niña aprendía las obligaciones de las mujeres de su raza, pero eso no le quitaba el travieso andar de las niñas otomíes, con gracia y soltura; sus recorridos descalzos al contacto con la tierra, la habían convertido en alma sabia, hablaba con las aves y cantaba con los riachuelos. Cuando miraba al sol, su morena piel sonreía. Sus diez años eran un canto a la vida.
Y un día ya no fue así. A Teresa, su madre, le picó un escorpión, de los güeros y se puso muy mal; tenía mucha calentura y sudaba frío. Damiana hizo lo que pudo, le dio té y le puso hierbas en el piquete, pero no mejoraba. Ya en la noche, dejó a sus hermanitos acostados en el petate y se encaminó al Tepozán a buscar a su padre.
En el cielo no había luna, pero Damiana no tenía miedo, conocía bien el camino, tenía que bajar la colina y pasar las nopaleras. Casi había llegado cuando escuchó el trote de un caballo. Creyó ver acercarse a los vigilantes del Tepozán, pero no eran ellos, sino Don Carlos, el dueño de la Rumorosa, la hacienda del otro lado del río.
El hombre la llamó por su nombre y entonces sintió miedo. No contestó y echó a correr, pero no pudo hacer distancia entre ella y el jinete que desmontó en un segundo, la alcanzó y la arrojó al suelo.
Damiana no lloraba, luchaba por zafarse de ese enorme cuerpo instalado encima de ella. Abrió la boca para gritar y un puñetazo la hizo callar. Su espíritu se evadió mientras su cuerpo se partía en pedazos con cada movimiento del ultrajador.
Un balazo rompió el silencio. El capataz del Tepozán vio de lejos la escena y llegó a galope, pero era demasiado tarde. Reconoció al cobarde al huir y a su hija al acercarse. Una oleada de furia se le alojó en las entrañas. No podía hacer nada, era un español.
Los siguientes nueve meses significaron la muerte lenta para Damiana. Su cuerpo de niña apenas soportaba sus heridas y el creciente embarazo. Hablaba poco y sus días no volvieron a sonreír. Teresa vivía con la culpa, hubiera preferido la muerte de escorpión a pasar por esta vergüenza. Ningún hombre bueno iba a querer a su hija, se quedaría sola y su nieto sin padre, como tantos otros bastardos de Don Carlos.
La mañana del nacimiento de Ildefonsa, Doña Carmen encontró a Damiana sacando agua del pozo. La vio muy mal. Con el permiso Juan y Teresa, se la llevó al rancho. La niña no sobreviviría al parto, estaba hinchada y se tambaleaba, le dolía mucho la cabeza.
Esa misma noche, Damiana liberó su espíritu y la recién nacida fue cedida a Doña Carmen sin ningún remordimiento. En unos meses la reconocieron como hija legítima de los Pérez. Creció entre algodones, emanando en el mismo aire libre de su madre y ensanchando su corazón con la fuerza de su raza morena.
Muchos años más tarde, el día del cumpleaños de Idelfonsa, en Metepec corrió la noticia: habían matado a Don Carlos. Era muy fácil culpar a tanto malhechor deambulando entre los caminos. Los rebeldes andaban matando hacendados y haciendo justicia por propia mano. Tampoco a nadie le extrañó ver entre los jinetes justicieros a dos hermosas mujeres de no más de veinte años, una, rubia como el sol y la otra, hija de la tierra morena, con los ojos claros y porte de heredera señorial.
Publicado en «Hidalgo, legado de la patria», Antología del 1er. Encuentro de Escritores y Poetas en el estado de Hidalgo (Occeg, 2019).
Imagen: Tlapacoya en flor. Susana Argueta.
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