EL PUCHERO
Charly, todavía con las ropas de presidiario, se abría paso entre los arbustos machete en mano, después de una complicada pero exitosa fuga.
Ahora sólo le restaba encontrar alguna casucha solitaria, dejada de la mano de Dios, en las lúgubres tierras pantanosas del oeste de Kardum.
Por suerte, después de dos horas luchando contra el ramaje, Charly conseguía otear una cabaña a lo lejos, desde cuya chimenea manaba, cual blancuzca serpiente ondulante, humo sin cesar.
Se acercó con sumo cuidado, mientras pensaba si Tom, su compañero de fuga, seguiría vivo como él, y si la fortuna había querido proporcionarle un lugar donde cobijarse.
Caía la noche como el pétalo plomizo de alguna flor desconocida, y Charly se disponía a entrar en la vivienda, con el aplomo y la firme convicción de hacerse con ella, si era necesario, asesinando. Pero ¡cuál fue su sorpresa!, cuando al llegar, se encontró la puerta abierta y nadie en su interior. Recordó a Tom, besándose el dedo y diciendo: ¡Vamos a tener suerte! Mientras el paraíso era un puchero de caldo al punto ante su estómago, que durante dos días no probaba bocado.
Sin pensárselo un segundo, metió el cucharón en el enorme cazo y, en un cuenco de barro gris que había a la izquierda, se sirvió la sopa. Pero, cuando fue a servir un segundo plato de la cazuela, al sacar el cucharón, quedó espeluznado: Una mano chorreante colgaba…
– ¡Santo Dios! -exclamó. Recordó a Tom besándose el dedo y, de seguida, sacó el machete; sonó un golpe seco y, en el hueco de la puerta, la silueta aterradora de un anciano apuntándole con un rifle Winchester sonreía sádicamente:
-Más comida para hoy…
Eduardo Ramírez Moyano